lunes, febrero 20, 2006

No me gustan los gatos.
No creo que deba justificarme, es simplemente que no me gustan.
Encuentro irrespetuosa su forma de ir por libre; su mezcla de invasión de la privacidad y desapego,; aquello de que “el gato elige a la casa y no al dueño”.
Así que mi desagrado fué mayúsculo cuando me anoticié de que mi vecina de asiento, aquella que me acompañaría en un largo viaje de 14 horas desde Madrid
a Santiago de Chile,......llevaba un gato oculto en una primorosa canastilla.
El encuentro fue intempestivo, la bestia saltó hacia mí, perdiéndose luego en algún espacio del pasillo, cuando ella intentaba ver si seguía durmiendo.
Al desconcierto inicial, siguió una andanada de exclamaciones, revuelo generalizado, una mezcla de estupor e incredulidad propia de aquellas situaciones que nos sorprenden por lo inesperadas.
Y es que uno está preparado para muchas cosas cuando viaja en avión: que no funcione el canal de audio, que se hayan quedado sin vino, que la comida sea espantosa, que el clima sea turbulento o la azafata insoportable.
Pero nadie está preparado para que un gato se pasee sin más.
Mi vecina, una chica que aparentaba unos 30 años, lo alcanzó unos cuantas filas atrás de la nuestra, luego de una breve pero azarosa persecución.
Al volver, mientras intentaba calmarlo y guardarlo en la jaula camuflada de canasta, me contó su historia.
Se trataba de una Biólogo que iba a trabajar a los fiordos chilenos por tres años; participando en una investigación sobre no sé que cosa, moluscos, bios,...
Vivía sola en Madrid y viviría sola en Puerto Montt; su gato Oliver, una bola gris con algo de sangre angora, por lo espeso de su pelaje, era su compañía más querida, quizás por ser la única, en los últimos tres años.
No me pareció oportuno preguntarle por qué, por otra parte hablaba sin parar, estaba agitada, preocupada; como una madre que no puede calmar a su hijo pequeño. Su tono suave, al hablarle usando diminutivos en una jerga que seguramente les era familiar a ambos, no pudo menos que conmoverme.Se negaba a considerar la posibilidad de hacer los trámites necesarios para el viaje del minino y luego dejarlo con los equipajes: no podía hacer simplemente algo tan desalmado,
¿Ud. tiene hijos?, ¿Verdad que no los dejaría a su suerte para que mueran de frío en la panza de un avión? ; abrí la boca para intentar una respuesta de compromiso, pero volví a cerrarla mientras ensayaba mi mejor cara de naipe.
Su veterinario, había administrado a Oliver una dosis elevada de tranquilizantes y ella confiaba en que alcanzaría para cubrir el tiempo del viaje. Evidentemente no había sido así, sólo llevábamos escasa hora en el aire, en realidad el efecto era el contrario. Nervioso, sus pupilas rojas y dilatadas eran más propias de un heavy metal “colocado” en medio de un recital de rock, antes que las de un cordial animalito de compañía.
En una de esas miradas para ver como seguía todo, Oliver decidió que ya estaba bien y que se bajaba en la esquina, ésta vez saltó por sobre los asientos y las cabezas de
unos cuantos pasajeros, provocando nuevamente la alarma general.
El pasaje se dividió en una especie de moros y cristianos: algunos exigían el inmediato sacrificio de la bola gris y otros clamaban por una elemental norma de empatía: después de todo si muchos de nosotros no saltábamos de miedo entre las filas era porque la medicación nos hacía efecto.
Una azafata recogió a Oliver mientras acompañaba a mi vecina a la cabina del comandante.
La discusión se generalizó, sonaban los comentarios más increíbles. Curiosamente nadie se preguntaba por qué, por qué alguien hacía algo tan descabellado.
Sólo apelaban a los “derechos”, “la seguridad”, “la higiene”.
Cuando mi vecina volvió, tenía lágrimas en los ojos y Oliver ya no estaba.
Me dijo que la obligaban a dejarlo en San Pablo ( la escala técnica) y a hacer los trámites pertinentes además de pagar una suculenta multa. El llanto surgía a borbotones, creí entenderla cuando me dijo que continuaría el viaje en bus y que no le importaba si llegaba tres días después a su trabajo., se durmió llorando y sólo volvió a abrir la boca 11 horas después para despedirse con un corto “adiós” en la puerta de salida de la terminal.
Tampoco yó volví a pronunciar palabra en el resto del tiempo de vuelo.-

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