viernes, enero 06, 2006


El diablo en la Via Augusta.-

Hoy dice el periódico que ha muerto una mujer que conocí.
El inicio de la canción de Joaquín Sabina, viene a mi memoria mientras leo el nombre de la indigente que ha muerto esta madrugada a manos de unos asesinos con cara y aspecto de ángeles.
Una indigente-comenta el artículo- murió tras ser agredida por unos jóvenes, que luego de intentar golpearla, incendiaron el cajero automático en donde se cobijaba del frío de la noche de Diciembre. El hecho ocurrió en un
cajero de una entidad bancaria en la Via Augusta, cerca de Plaza Molina.-
Rosario, una mujer de mi edad, ahora en la cincuentena que podría estar desayunando como lo hago yo, en mi piso de Muntaner y Copernico; al abrigo de la inseguridad, con un día de ocupaciones y una vida reglada, mis hijos, mi marido, mi trabajo de ejecutiva, en la misma empresa en la que entramos cuando ambas comenzábamos a salir de la adolescencia.
Solo que Rosario cambió de andén hace casi veinte años.
Lo recuerdo como si fuera hoy. Ella ya era secretaria de gerencia y yo aún no había terminado de estudiar empresariales así que mi trabajo de administrativa era prometedor y poco más; nos hicimos amigas rápidamente, yo admiraba su buen gusto, su rapidez para entender las contradictorias ordenes de su jefe y cumplirlas a la perfección.
Pertenecía a una familia acomodada pero sin excesivos lujos, un tío abuelo que había muerto en la guerra civil peleando contra los republicanos y una tía monja .
Un novio guapo y un poco aburrido la invitaba cenar y al cine todos los sábados por la noche.
Cuando se casó con él luego de cinco años de noviazgo ambas pensamos que era lo que tocaba y que la vida se estaba portando estupendamente bien con ella.
Jamás vislumbré algo que me hiciera pensar que no estaba a gusto o que esos aspectos de la intimidad que todos tenemos, nuestras partes más oscuras, fueran poco más que un manojo de sueños, que no interferían en el placer del día a día.
Quedó rápidamente embarazada, el nacimiento de su hija fue una pieza más de ese puzzle de poca complicación y mucho color que parecía su vida.
Mucho después me enteré de que nada era lo que parecía.
Un día desapareció, su escritorio permaneció vacío y esperándola, pero no llegó ni ese día ni los siguientes.
Había dejado a su hija y a su marido, su casa, su bienestar; decidió jugar todas las fichas a un número y perdió: un romance loco y a destiempo.
Ya tenía treinta años y el momento de los arrebatos emocionales estaba fuera de lugar; alguién podrá decir que nunca esta fuera de lugar vivir lo que uno cree que es genuino, o siente o desea; pero la sociedad no opina lo mismo: hay cosas pertinentes y otras que no lo son, cosas que se pueden perdonar y otras que no.
Esta sociedad mima a la esposa infiel, mientras que sea discreta, tan discreta que ni su propia almohada sepa lo que siente en otra almohada, mira para otro lado cuando la señora descubre que además de elegante y educada, religiosa y pulcra, puede ser pasional , lírica, insegura, dependiente y políticamente incorrecta.
Rosario había atravesado la transición política de fines de los 70, sin enterarse; no la rozó el destape, en su casa lloraron el día que Franco murió.
Ya nos conocíamos y trabajábamos juntas , ese día en el que yo me uní al festejo popular y a la convicción de que empezabamos a vivir una nueva etapa que nos haría más libres, menos hipócritas y más inteligentes, ella se arrinconó en su bunker personal y desde allí nos observó, luego discutimos, fue una de las pocas veces que lo hicimos.
Por eso, enterarme que se había ido a Francia con su amante, al que conocía desde antes de casarse, pero que nunca se había animado a presentar a su familia: un tío con aires de hippie, anarquista trasnochado, catador de hierbas non sanctas y otras exquisiteces, incluído el alcohol, jugador empedernido y sin domicilio fijo; fue desconcertante.
No supe más , hasta ahora. El periódico cuenta que volvió a Barcelona hace unos diez años, convertida en una adicta a las drogas duras, sin un centavo y que su familia, su ambiente, la rechazó.
Lentamente fue resbalando por una pendiente sin posibilidad de retorno, aquella que nos lleva afuera de los límites: tan rápido que asusta.
Murió en la misma zona en la debía haber vivido, a manos de los representantes de un mundo civilizado, que sigue sosteniendo una doble moral.
No fueron marginales quienes la mataron, no se puede acudir a un curriculum de delitos o familias desestructuradas ni a clanes del hampa o mafias de paises lejanos: en sus antecedentes familiares se cuentan profesores universitarios y empresarios, comenta el artículo.
Por eso, concluyo que su muerte es una especie de metáfora ética, en la que lo siniestro de la historia que marcó y sigue marcando a España, vuelve desde el pasado.
Otra vez como antes lo hicieron los bombardeos de la Legión Cóndor arrojando muerte sobre campesinos sin tierra,los representantes impunes del poder, transformados ahora en una generación sin valores, deciden castigar a aquellos que se apartan de la vida “normal”.
Los muertos que creímos matar gozan de excelente salud.-

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